martes, 7 de octubre de 2008

Lo bueno es enemigo de lo óptimo (En un 7 de octubre…)


Sin duda la frase es cierta. Pero la verdad discurre muy a menudo por el filo de una espada. Seamos más o menos partidarios de los juegos mentales, lo cierto es que cuando tratamos una frase como esta, inevitablemente, planteamos un dilema moral e intelectual que tenemos que afrontar o pasar simplemente de ella. Podremos confiar más o menos en las posibilidades de nuestro aparato mental, pero como filósofos, no debemos ignorarlo o menospreciarlo sin antes, al menos, demostrarnos que lo hemos superado.

Y es que planteamos a nuestra mente una disyuntiva: una elección entre lo bueno y lo óptimo. Parecerá de Perogrullo decirlo, pero tal planteamiento presupone la existencia de ambos conceptos, lo bueno y lo óptimo, y de aquellos elementos concretos en que se nos presentan, y una elección. Que vano sería renunciar a lo que no se tiene. Que errados decir que renunciamos a lo mejor cuando no somos capaces de alcanzar lo bueno.

Sería absolutamente ridículo renunciar a lo óptimo sin tener siquiera una mínima posibilidad de aquello que consideramos bueno por simple impotencia. Y una renuncia a lo óptimo sólo podría resultar válida por razones de economía de medios o de tiempo, es decir, o bien por razones de eficiencia (que la obtención de ese plus que resulta de lo óptimo requiera una inversión de medios y tiempo desproporcionada a las ventajas cualitativas o cuantitativas a alcanzar), o bien por razones de objetivos por plazos de tiempo dados.

Cuantos avances tecnológicos en general, o del campo militar en particular, por ejemplo, son exponentes de este tipo de consideraciones: la construcción de un cazabombardero por el doble de coste que otro para obtener una ventaja táctica de sólo el 10 % en la efectividad de su aviónica, condiciones de furtividad, etc. Es cierto que muchas veces no merece la pena. Por el mismo precio podríamos tener dos que servirían casi igual.

Entonces, antes de condenarnos irremisiblemente a la anodina mediocridad de este mundo viejo, pensemos bien nuestras elecciones. No olvidar todo lo bueno que a nuestro alcance está por la búsqueda de ilusiones y quimeras. Pero antes de renunciar con demasiada celeridad a los mejores sueños, meditemos cuáles son realmente nuestros límites y nuestras posibilidades. No seamos como los elefantitos en la India, acostumbrados desde chicos por sus amos humanos a permanecer atados a una estaca en el suelo que de adultos podrían arrancar fácilmente si no se hubieran convencido de que es imposible.

Veamos con cuidado si esa falta de tiempo que a veces alegamos no es sino un simple desorden físico y mental. Si no nos esforzamos más porque somos demasiado perezosos, demasiado indolentes para autogobernarnos y preferimos ser dirigidos. Si no son meras disculpas y justificaciones a la ineficacia, la vagancia y a la mediocridad.

Y digo todo esto el día que recordamos al profesor Jorge Ángel Livraga Rizzi, fundador de la Asociación Cultural Nueva Acrópolis, en el décimo séptimo aniversario de su fallecimiento. Contaba su gran continuadora, Delia S. Guzmán, que al salir de ver la famosa película Amadeus, de Milos Forman, hace ya años, lo vio silencioso y pensativo. Recordaba las palabras finales atribuidas a Salieri acerca de los mediocres del mundo entero y expresaba su temor a ser uno de ellos. Para los que algo lo conocimos en vida y después mucho mejor por su obra, no deja de ser sorprendente tal temor. Me consta que participaba en lo que de verdadera tiene la frase que titula este artículo.

También me consta sin embargo su extraordinario deseo y su capacidad de sobresalir de lo mediocre, su infinita capacidad de lucha y su constante expresión de valor y tenacidad en esa lucha, su perseverancia en la transmisión a los demás de una vía de liberación, a través de la enseñanza del Mito de la Caverna, de la imagen de ese pez recién capturado y que lucha sin rendirse buscando una salida del cubo en el que se halla, de aquella otra del barco bogando contra corriente, de tantas y tantas...

Y como un niño... siempre lo quiso todo. Era absolutamente incapaz de renunciar a lo óptimo, como aquel que quizá recordaba que las cosas eran perfectas en sí, luminosas, y que si ya alguna vez las vimos y las tuvimos así, a lo mejor resultaba tonto renunciar a ellas sin lucha. Con su calma profunda de océano, pero sin pausa; con la desesperación quizá por los infinitos huérfanos, pero jamás con desesperanza, a la que no tenemos derecho.

Jamás pudo conformarse con menos todo aquel que aspirara a contribuir realmente a la evolución del Espíritu humano, que conlleva necesariamente tratar de superar todos los obstáculos y todos los límites ante los que nos enfrentamos, allí donde estén.

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